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Un verso dulce que la lengua escande, o el elogio de la mandarina

Un texto del poeta y crítico cultural Guillermo Saavedra, docto de la UBA. Recorre frutos y texturas con breves apariciones de la palabra. Iremos acercándoselas por entregas pejerreyescas.


Ella es capaz de restituir por sí sola el calor y la luz que el otoño va resignando en su trayecto hacia el invierno. Tal vez por eso, y por su remoto origen oriental, la mandarina semeja un recipiente de fulgores que uno imagina alumbrando la delicada intimidad de una pagoda.


Se ha dividido el trabajo de entregar placer con su prima hermana la naranja: esta calma la larga sed de los golosos, y ella reparte una dulzura apenas crispada por el pinchazo luminoso de una acidez fugaz y decisiva.


Basta hincarle la uña para desarroparla a la velocidad del apetito, dejando en nuestra piel el rastro inconfundible de su aroma y, a la vista de todos, el interior de rueda sonriente, bordada de infinitos hilos que dibujan en ella el trabajo de una araña invisible.


Su deliciosa y achatada apariencia relumbra entonces como una cabecita de ajo dulce anaranjando la sobremesa. Carne partida en un puñado de mínimas lunas perfumadas, cada uno de sus gajos es la sílaba de un verso perfecto que la lengua escande en un escalofrío de hormiga nadando en la alegría del gusto.

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