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En pocos días más, en Mar del Sud: fritos o en tortillas, pero huevos de ñandú

Entre tantas y tantas correrías, El Pejerrey Empedernido comprobó que uno de los platillos más difíciles de materializar con destino de goce es, sin dudas, los nunca más alabados con justicia que los mentados huevos fritos. ¿Por qué? No se sabe. Misterios del infinito universo de la cocina. Como ustedes ya han leído, nuestro Pejerrey… llegará con los primerísimos días de enero 2019 a la Hostería Villa del Mar, mágica, en el mágico mundo atlántico que se llama Mar del Sud. Allí dejará instalado al periodista, escritor y profesor universitario, aunque gastronauta y cocinero por adopción, Víctor Ego Ducrot, a cierto cargo de ciertas cocinas y anaquel de vinos, para el disfrute de huéspedes, vecinos, caminantes y contertulios todos, feligreses en el culto del conocido Baco y de la gran cocinera de la patria, Doña Petrona (in memoriam). Nadie sabe si el custodio de los fuegos podrá acometer con la difícil empresa de conseguir huevos de ñandú. Sí se sabe que hará hasta lo imposible para que sus cenas surjan del mar del Mar del Sud y de sus tierras próximas; y no estaría inventando nada nuevo, puesto que la Historia del arte de dar de comer indica que el mismo tiene dos hábitats centrales: los mares y sus costas; las cocinas pescadoras y campesinas. Pero como siempre dice El Pejerrey – el comer, el beber y el leer son deseos y goces que se aman-, he aquí un texto insoslayable: los primeros párrafos de una obra suprema, quizá la mejor crónica escrita del periodismo/literatura argentinos, “Una excursión a los indios ranqueles”, de Lucio V. Mansilla (1870).



No sé dónde te hallas, ni dónde te encontrará esta carta y las que le seguirán, si Dios me da vida y salud.


Hace bastante tiempo que ignoro tu paradero, que nada sé de ti; y sólo porque el corazón me dice que vives, creo que continúas tu peregrinación por este mundo, y no pierdo la esperanza de comer contigo, a la sombra de un viejo y carcomido algarrobo, o entre las pajas al borde de una laguna, o en la costa de un arroyo, un churrasco de guanaco, o de gama, o de yegua, o de gato montés, o una picana de avestruz, boleado por mí, que siempre me ha parecido la más sabrosa.


A propósito de avestruz, después de haber recorrido la Europa y la América, de haber vivido como un marqués en París y como un guaraní en el Paraguay; de haber comido mazamorra en el Río de la Plata, charquicán en Chile, ostras en Nueva York, macarroni en Nápoles, trufas en el Périgord, chipá en la Asunción, recuerdo que una de las grandes aspiraciones de tu vida era comer una tortilla de huevos de aquella ave pampeana en Nagüel Mapo, que quiere decir "Lugar del Tigre".


Los gustos se simplifican con el tiempo, y un curioso fenómeno social se viene cumpliendo desde que el mundo es mundo. El macrocosmo, o sea el hombre colectivo, vive inventando placeres, manjares, necesidades, y el microcosmo, o sea el hombre individual, pugnando por emanciparse de las tiranías de la moda y de la civilización.


A los veinticinco años, somos víctimas de un sinnúmero de superfluidades. No tener guantes blancos, frescos como una lechuga, es una gran contrariedad, y puede ser causa de que el mancebo más cumplido pierda casamiento. ¡Cuántos dejaron de comer muchas veces, y sacrificaron su estómago en aras del buen tono!


A los cuarenta años, cuando el cierzo y el hielo del invierno de la vida han comenzado a marchitar la tez y a blanquear los cabellos, las necesidades crecen, y por un bote de cold cream, o por un paquete de cosmético, ¿qué no se hace?


Más tarde, todo es lo mismo; con guantes o si guantes, con retoques o sin ellos, "la mona aunque se vista de seda mona se queda".


Lo más sencillo, lo más simple, lo más inocente es lo mejor: nada de picantes, nada de trufas. El puchero es lo único que no hace daño, que no indigesta, que no irrita.

En otro orden de ideas, también se verifica el fenómeno. Hay razas y naciones creadoras, razas y naciones destructoras. Y, sin embargo, en el irresistible corso e ricorso de los tiempos y de la humanidad, el mundo marcha; y una inquietud febril mece incesantemente a los mortales de perspectiva en perspectiva, sin que el ideal jamás muera.


Pues, cortando aquí el exordio, te diré, Santiago amigo, que te he ganado de mano.


Supongo que no reñirás por esto conmigo, dejándote dominar por un sentimiento de envidia.


(…) El deseo de ver con mis propios ojos ese mundo que llaman Tierra Adentro, para estudiar sus usos y costumbres, sus necesidades, sus ideas, su religión, su lengua, e inspeccionar yo mismo el terreno por donde alguna vez quizá tendrán que marchar las fuerzas que están bajo mis órdenes -he ahí lo que me decidió no ha mucho y contra el torrente de algunos hombres que se decían conocedores de los indios, a penetrar hasta sus tolderías y a comer primero que tú en Nagüel Mapo una tortilla de huevo de avestruz.


Nuestro inolvidable amigo Emilio Quevedo, solía decirme cuando vivíamos juntos en el Paraguay, vistiendo el ligero traje de los criollos e imitándolos en cuanto nos lo permitían nuestra sencillez y facultades imitativas: -¡Lucio, después de París, la Asunción! Yo digo: -Santiago, después de una tortilla de huevos de gallina frescos, en el Club del Progreso, una de avestruz en el toldo de mi compadre el cacique Baigorrita.


(…) Al general Arredondo, mi jefe inmediato entonces, le debo, querido Santiago, el placer inmenso de haber comido una tortilla de huevos de avestruz en Nagüel Mapo, de haber tocado los extremos una vez más. Si él me niega la licencia, me quedo con las ganas, y no te gano la delantera.

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